El rock’n’roll es una música esencialmente estúpida, y por eso, sólo por eso, merece todavía nuestra atención. Es una música que merece seguir siendo escuchada, compuesta, tocada. Su estupidez es estructural y esa estupidez, estructural, es el único comodín que puede seguir exhibiendo luego de sesenta años de discos y conciertos, luego de haberse establecido como la música predominante del mercado occidental, la música que se oye en las misas, en las campañas políticas, en las publicidades, en las escuelas, en los actos conmemorativos de Estado. Por eso, cuando disfraza su cacofonía adolescente con rasgos de madurez artística, apenas consigue hacer el ridículo. Algo así decía, en junio de 1988, el músico neoyorquino Richard Hell: “El rock’n’roll está hecho por y para los chicos. No se trata de virtuosismo; se trata de energía, pasión, frustración, deseo y diversión. La vida y sólo la vida”.
Pienso en todo esto al escuchar “Judy Is a Punk”, la canción del grupo punk Ramones, al escuchar cómo su cantante, Joey Ramone, entona las estrofas en el disco publicado en 1976: “Segundo verso, igual que el primero/ Tercer verso, diferente del primero”.
La canción es maravillosa, me digo, y al sostenerlo confío en que componer música esencialmente estúpida contiene una alquimia inenarrable. El antropólogo Claude Lévi-Strauss había llegado a una conclusión semejante sobre los mitos, a los que se pasó estudiando toda su vida: por más que uno los desarme, pieza por pieza, allí no encontrará el secreto de su magia.
Al escuchar décadas después los discos de estudio que Ramones grabó en la segunda mitad de la década de 1970, al escuchar el disco en directo que da testimonio de ese momento de la historia de la música pop, la premisa parece simultáneamente evidente y misteriosa. Había una tradición recuperada en esas canciones, la confirmación de un pasado enterrado que el vértigo de la época proyectaba como lejano e irrecuperable. Había también una insinuación, un lenguaje que todos conocían pero que simplemente habían olvidado: la apuesta por un futuro que podía recuperarse o que podía echarse a perder.
Esas canciones, esas baratijas lanzadas al mercado para que sus integrantes consiguieran fama y fortuna, son grandiosas porque, al escucharlas todavía hoy, a uno le resulta imposible suponer que existan canciones más previsibles que ésas. No hace falta apelar a ninguna vertiente oscura para establecer sus relaciones de producción, ni confirmar su vínculo con abismales fuentes olvidadas por la cultura de posguerra. Son enormes canciones de rock’n’roll porque su fórmula es inoxidable, previsible, definitivamente tonta; porque uno conoce la canción antes de oírla por la radio. Cada canción es una afirmación absoluta de rock’n’roll; uno podría tocarlas con dos palitos, cantando bajo la ducha, y aun así continuarían siendo enormes, fabulosas canciones de rock’n’roll.
Leí hace mucho este consejo, y todavía sigue pareciéndome una idea inmejorable: no culpes a un parque temático por no ser una catedral.