Poéticas del rock

Es una cuestión de premisas. Si uno las acepta, bien; si no las acepta, entonces estará todo mal y querrá revolear el libro por la ventana. En el medio no hay nada, o casi nada. Poéticas del rock. Volumen 1 & 2 (Marcelo Héctor Oliveri Editor, 2007 y 2008), compilados por el poeta, investigador y docente universitario Oscar Conde, son dos libros cuya propuesta es estudiar la poesía del rock nacional (de Argentina, pues hay muchos rock nacionales en América Latina).

Deben retenerse las palabras clave: “poesía” y “rock nacional”.

Estas palabras clave implican aceptar dos premisas por lo menos discutibles: que existe algo ―un género, en principio― llamado “rock nacional” y que las letras de las canciones que forman ese “rock nacional” pueden considerarse un tipo de “poesía”.

Luego vienen las premisas secundarias, al menos las que se plantean en el primer volumen, que es el que aquí se reseña: que la academia esnob menospreció estas formas creativas; que aquel que no acepta la grandeza del rock nacional es “un dinosaurio” (el término, gratuito, estúpido, setentoso, se repite en el prólogo del primer volumen); que no puede separarse lo “clásico” de lo “popular”; que categorías como “cultura de masas” o “cultura popular” sólo le dan curso “a los prejuicios de investigadores y académicos”. Y así.

Básicamente: el rock nacional tiene montones de grandes poetas, pero las academias mojigatas no estudian su obra y los analistas dinosaurios no reconocen su excelencia. Que está muy bien. Es un buen punto de partida. Siempre y cuando se acepten semejantes premisas.

El hilo de estas proposiciones responde a dicha aceptación. Por ejemplo: Homero fue popular en su momento, hoy es un clásico; así que Charly García y Luis Alberto Spinetta, hoy populares, serán clásicos. ¿Entonces qué? ¿Vamos a esperar a que se mueran para reconocer la excelsitud de su poesía? No. Hay que lustrar sus nombres en bronce antes de que estiren la pata.

“Pero no vaya a pensarse que este trabajo es obra de un grupo de fans incondicionales haciendo una suerte de psicoanálisis de sus ídolos”, aclara Conde en el prólogo. Y no, es el trabajo de profesores de colegio secundario balanceándose entre anécdotas, letras-que-ejemplifican-conceptos y lugares más o menos comunes (que García es un genio, que Gieco es “un auténtico y generoso cronista itinerante”, etcétera). Sin embargo, a veces, el fan incondicional no puede disimularse.

Luego de años de ostracismo ―propone el primer volumen―, la letra de tango comienza a ser estudiada desde un punto de vista académico. Pero no pasa lo mismo con “otros géneros de nuestra canción popular, como el rock nacional” (lo cual es una falacia, pues hace décadas que las academias estudian las letras de tango, y de folklore, y de rock, y de música tropical, y de lo que sea). “En el caso puntual de nuestro rock ―explica Conde―, creo que la postergación que sufre su estudio hay que buscarla más bien en un acendrado vicio argentino: el de los prejuicios. En primer lugar, muchos dinosaurios deberían aceptar primero que el texto de una canción es literatura ―es decir, poesía―; en segundo lugar, todos aquellos que ya hayan aceptado este punto con relación al tango tendrían que dejar de ver a éste como ‘música nacional’ y a Fito Páez y a Charly García como peligrosos dealers de la ‘música foránea’”.

Vale decir: hay que aceptar todas estas hipótesis para entrar en el juego del libro. Uno tiene que admitir todos estos conceptos sosos, malempleados, acríticos, demagogos, anacrónicos; tiene que repetir muchas veces “Charly”, “Fito”, “El Flaco”, “Los Redondos” y mearse encima por la excelsitud de su obra. Caso contrario, ¿qué? ¿Es un dinosaurio?

Y bueno, sí. Es un dinosaurio. No pasa nada.

Estudiar la letra de una canción partiendo de la premisa de que es poesía no resulta una tarea sencilla. Uno puede preguntarse si es metodológica o epistemológicamente adecuado, pero el libro no se lo pregunta (porque preguntárselo es lo que harían los académicos, los dinosaurios, aun cuando el compilador del libro sea un académico de probada trayectoria). Sólo reconoce el problema: que se está estudiando no textos para ser leídos, sino textos para ser cantados y escuchados: textos integrados a música. Pero la música no es imprescindible, propone el libro; si fuese imprescindible, no podría estudiarse a Sófocles. Entonces el problema se resuelve así: la música es importante, pero el texto es literatura de por sí, y si es literatura, ¿podría ser otra cosa más que poesía?

El primer libro se ocupa del rock hecho en Argentina en las décadas de 1960 y 1970: La Cueva (Moris, Tanguito, Manal), Arco Iris, Luis Alberto Spinetta, León Gieco y Charly García. En el volumen II se amuchan Sumo, Divididos, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Fito Páez, Andrés Calamaro, Gustavo Cerati y Bersuit Vergarabat.

Lo cual lleva a preguntarse: ¿con qué criterio se hace la elección? Porque establecer una suerte de “canon” del rock nacional es una práctica típica de esa misteriosa “academia” a la que tanto se critica; y los nombres elegidos ofrecen el marco para calificar de “dinosaurios” a quienes los eligieron. Pero como se dijo: se acepta la hipótesis o no se la acepta. El dinosaurio ―como el oligarca― siempre es el otro.

“Seguramente me tildarán de exagerado si digo que aquel famoso elogio de Víctor Hugo a Baudelaire es totalmente aplicable a la obra de muchos creadores de nuestro rock ―sostiene Conde―. Hugo supo resumirlo de forma brillante: Vous créez un frisson nouveau (‘usted crea un estremecimiento nuevo’). En muchas canciones es posible encontrar clímax ―verdaderos estremecimientos― generados por la conjunción de letra y música. Como cuando en ‘Mala señal’ Charly García dice: ‘Y cuando el avión vuele/ y cuando el barco vuele/ y cuando todo vuele/ me convertiré…’. Y cuando García canta ‘me convertiré’ ya no importa mucho en qué se convertirá (si ‘en un pedazo de cebolla’ o ‘en un átomo del sol’)”.

Exagera, sí. Uno puede sugerir otras buenas líneas de canciones, o poesías, de García. Ésta por ejemplo: “Chipi chipi chipi/ chipi bombon bombon/ bombon/ chipi chipi bombon”.

Vaya. Un genio. Y uno acá, como un dinosaurio, perdiendo el tiempo con Sófocles.

Marcelo Pisarro Written by: