Bajo la púa de un Winco

Hace cuarenta años Neil Armstrong se aseguró un lugar destacado en los libros de citas célebres: “Un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”. No se sabe quién le habrá asignado la expresión, si se la dieron por escrito en una tarjeta, si se le ocurrió por su cuenta y se pasó tres semanas ensayándola frente al espejo. Está claro que es una frase armada, preparada, y nadie puede culpar a Armstrong por no andar improvisando. Si vas a entrar en la Historia Grande de la Humanidad (todo en mayúsculas) más vale no decir una tontería.

Varios aspectos de la llegada del Apolo XI a la Luna parecen demasiado perfectos para ser ciertos. Más que la mano de técnicos e ingenieros, muchos suspicaces vieron allí las pezuñas de guionistas y escenógrafos. Quienes se dedicaron a urdir hipótesis conspirativas siempre señalaron que el hecho parecía demasiado televisivo para haber sido verdad. Supongo que no sólo los nietzscheanos tienen derecho a ser unos aguafiestas.

Aunque existen muchos documentos que demuestran que el alunizaje fue un fraude, existen todavía muchos más documentos que demuestran que las demostraciones del fraude son un fraude. En un episodio de 2008 de MythBusters probaron que las acusaciones de simulación no se sostienen, y si los tipos de MythBusters lo dicen debe ser cierto. Oigan: salió en la televisión.

El problema con la llegada a la Luna es otro: todo luce demasiado viejo. Nuestra percepción del tiempo es más ramplona de lo que nos gustaría admitir. Tenemos concepciones muy básicas del pasado y del futuro. Los arcabuces son el pasado, las pistolas de rayos laser son el futuro. Los carruajes son el pasado, los autos voladores son el futuro. Nuestros procesos cognoscitivos cotidianos no son tan rebuscados.

Los viajes de exploración espaciales deberían caer del lado del futuro. En el pasado ya tenemos otros viajes de exploración, sin lanzaderas espaciales, ni astronautas sonrientes, sino con carabelas roñosas y marineros desdentados, quizás piratas, quizás mapas del tesoro. El alunizaje de 1969 es un contratiempo conceptual y una traición perceptiva. Una ruptura en nuestros patrones de contemporaneidad. Está mal. En un sentido absoluto, está mal. Viajar al espacio y caminar por la Luna deberían caer del lado del futuro, deberían despertar nuestra imaginación, hacernos soñar. Sin embargo, está atrás, lejos, en otra época: cuando todavía existían los Beatles, cuando El show de Benny Hill era una novedad, cuando se podía fumar en las salas de parto y los pocos canales de televisión se sintonizaban en blanco y negro. Muchos, muchísimos, ni siquiera habíamos nacido en 1969 (basta recordar que el 27% de la población mundial tiene menos de quince años). Para que haya sido un hito importante en la vida de alguien, al menos como recuerdo de la infancia, hay que superar el medio siglo de vida. El alunizaje de 1969 remeda a esos equipos de fútbol que no ganan un campeonato hace décadas y sus simpatizantes resoplan con melancolía: nunca vi a mi equipo dar la vuelta. El equipo campeón no forma parte de sus trayectos individuales de vida, de su experiencia de contemporaneidad (pasada o presente). Es, simplemente, algo de lo que leyeron en los libros de historia. Un recuerdo colectivo. Una efeméride. Un comentario acerca de sucesos de un pasado inalcanzable. Quizás deban estudiarlo para una lección en clase.

En mi casa había dos discos de vinilo con los registros de la llegada del Apolo XI a la Luna. Dos simples, archivados en cajas junto a simples de The Monkees y Henri Salvador y Sandro. Todavía deben estar ahí. Cuando era chico me parecía una excentricidad resoplarle el polvo al tocadiscos para escuchar esos fragmentos de pasado remoto. Ahí había quedado el futuro: bajo la púa de un Winco.

Marcelo Pisarro Written by: