El nuevo underground

En su libro New wave explosion, publicado en 1980, el periodista inglés Myles Palmer transcribió parte de un diario personal, bajo el título “Aquella fue la semana de Sex Pistols”, escrito en diciembre de 1976: ”Odio el punk rock, pero lo adoro. Es una pose, una boludez, pero lo adoro. No hice más que hablar sobre punk rock en los últimos siete días. Durante todo el otoño había dicho: ‘No gracias, no es para mí. Odio la música de moda, estará terminado para enero’. El punk es divertido para hablar sobre él, pero no para escucharlo. Cuando le pregunté a un directivo de la disquera A&R si le gustaba Sex Pistols, me dijo: ‘El grupo es horrible, pero me gusta la audiencia’. Y yo le dije: ‘Bueno, ¿por qué no contratan a la audiencia y hacen un EP en vivo con ellos?’”.

La expresión clave es: “El punk es divertido para hablar sobre él, pero no para escucharlo”. Esto sucede con muchas músicas; me atrevería a decir que con todas, excepto las que a uno más le agradan y, por ende, menos le aburren, aturden o incomodan. En estos días, por ejemplo, no existe género más apasionante para enredarse en épicas discusiones que la música clásica contemporánea. Sin embargo, después de estar sentado tres horas frente a un escenario viendo cómo un tipo tiene sexo con su violín mientras un grupo de mujeres le pega cabezazos a un piano al grito de “¡différance, différance, différance!”, uno sólo quiere volver a sus libros de Theodor Adorno y ver qué tenía para decir sobre Igor Stravinsky y Arnold Schönberg, sobre la reacción y el progreso, sobre la estética y el valor. Quiere volver a las discusiones. O quiere poner un disco de Ramones y ya.

Si el crítico musical Alex Ross tiene razón y la música clásica contemporánea es el nuevo underground, entonces el nuevo underground es divertido para hablar sobre él, pero no para escucharlo.

A esta altura, lo mismo puede decirse sobre el punk. Es interesante notar que cuando Palmer escribió su diario, el punk tenía apenas unos días, unas semanas o unos meses de vida (dependiendo de quién cuente la historia), y ya entonces parecía un tema divertido de conversación, pero no una música interesante para escuchar: una pose, una boludez, una moda pasajera.

Décadas después, pocos géneros musicales recientes parecen ser objeto de tantos libros, revistas, documentales para cine o televisión, exposiciones, muestras o retrospectivas, tesis de graduación, en fin, pocos géneros musicales recientes parecen haberse convertido tan rápido en historia y convención, en archivo, en pieza de museo, artefacto arqueológico, discursividad archisabida: algo de lo que hablar, más que algo para escuchar.

La historia y la convención son tan perfectas, tan cerradas, tan calcadas de una voz a la otra, que impresiona. Los participantes de la conversación parecen haberse puesto de acuerdo para repetir la misma coartada, para seguir el mismo argumento, la misma charada: la conversación, convertida en registro de archivo y pieza de museo, repetida por personas apenas preparadas para repetir una historia, se volvió trivial, una entrada en un diccionario, una lección escolar.

Lo interesante del artefacto musical ―sea el punk, sea la música clásica contemporánea― es su capacidad de relacionar el hecho singular con la totalidad de los hechos sociales, su capacidad de establecer conexiones entre personas y sucesos que parecen no tener ningún vínculo evidente: la posibilidad de escribir nuevas historias cada vez que la música se escucha o se interpreta, como si estuviese siendo inventada en ese preciso momento, la oportunidad de evitar el relato cerrado, el cuento hermético, la coartada parida tras la boletería de un club nocturno.

La historia musical, si pretende ser algo más que una entrada de una enciclopedia polvorienta, debe ser la narración de la sorpresa del vínculo insospechado, la sorpresa del nuevo descubrimiento.

El resto ―diría Ross apoyándose en Shakespeare― es ruido.

Marcelo Pisarro Written by: