Miedos y zozobras

No tengo ganas de empezar el año diciendo mentiras. Tampoco exagerando, o lo que es peor, ensayando poses de macho envalentonado. Sin embargo, todo sea dicho: no le tengo miedo a nada.

La expresión “no le tengo miedo a nada” puede resultar enervante. Cuando escucho que alguien afirma que no le tiene miedo a nada supongo que exagera, que miente, que (si se trata de un tipo) está poniendo en práctica alguna clase de ejercicio de testosterona o que simplemente se trata de un idiota peligroso con quien mejor mantener la distancia. Sin embargo, sí puedo afirmar que, en cierto sentido, no le tengo miedo a nada.

Por supuesto, si alguien se esconde detrás de la puerta y me grita ¡bú! voy a asustarme. Lo mismo si un perro enorme amenaza con morderme cuando doy un paseo. O si voy a ver una película de miedo cuyo trabajo es darme miedo. O si, como escribió Stephen King en cierta ocasión, Batman rompe un tragaluz en la noche y cae en medio de la habitación. Si eso pasara, escribió King y adhiero sin mucha meditación, yo me moriría del susto, aun cuando no estuviera haciendo nada malo.

El último susto importante que recuerdo fue en la ruta 2 camino hacia Mar del Plata. Un amigo manejaba y yo iba en el asiento de acompañante. De pronto un tipo, que cruzaba la ruta a cierta distancia, se detuvo a mitad del trayecto y extendió los brazos. Como desafiándonos o como inmolándose. Duró un instante, luego siguió su camino (sonriendo, estoy seguro, aunque es un detalle que pude haber inventado después). Es interesante porque mientras todo esto sucedía (el auto a ciento veinte kilómetros por hora, el tipo que se detiene, extiende los brazos, espera, retoma su marcha, queda atrás: apenas dos o tres segundos) ni mi amigo ni yo experimentamos nada más que sorpresa, resignación, inevitabilidad, expectativa o una simple ausencia de entendimiento; una vez que pasamos al tipo, cuando ya no había peligro, cuando todo estaba terminado, nos embargó un tremendo miedo.

—Me cagué del susto —dijo uno de nosotros.

—Yo también —agregó el otro.

No experimentar miedo ante absolutamente ninguna situación contradeciría nuestra organización biológica, neurológica, cultural, social, histórica y quién sabe qué más. Todos experimentamos miedo en ciertas circunstancias porque estamos diseñados así; de eso dependen nuestra supervivencia y nuestra adaptación, como organismos y como especie. Si no experimentáramos miedo algo estaría fallando, algo estaría roto o funcionando mal. Si no experimentáramos miedo no seríamos organismos biológicos sino lavarropas, ladrillos o contenedores de residuos.

Ahora bien, existe un salvoconducto. Si no tenerle miedo a nada significa que uno no tiene algún temor predeterminado, algún temor ya estudiado y estructurado, algún temor que pueda enunciar y convertir en discurso, entonces sí puedo afirmar que no le tengo a miedo a nada. No le tengo miedo a los lugares cerrados, ni a las alturas, ni a los maleantes, ni a las arañas, las víboras, la oscuridad, los espíritus de los muertos, los monos violentos que te saltan en la jungla, las escaleras mecánicas, la soledad, los ascensores, las cucarachas. Insisto: quizás me muera de miedo si quedo encerrado en un túnel angosto, si me tropiezo en la cima de una montaña, si me asaltan a mano armada, si en la jungla se me cae encima un mono violento. Me moriría del susto, claro, pero no es un temor anticipado, preestablecido, una narración sistematizada.

Lo más parecido que puedo pensar a un temor organizado se relaciona con el mar. No me atrevería a afirmar que le tengo miedo al mar, pues eso no es correcto, pero sí que su dimensión me provoca zozobra. Creo que zozobra es la palabra que más se le acerca. Al menos suena bien. Literaria. Pienso en el mar, pienso en las criaturas inenarrables que lo habitan, y me asalta la misma sensación de finitud, de desprotección, que muchos aseguran experimentar frente a un gran abismo o frente al espacio sideral. Es demasiado grande, se me da por pensar, hay demasiadas cosas que no conozco y que no entiendo.

La imagen que mejor lo expresa es el afiche de la película Tiburón, de 1975, dirigida por Steven Spielberg. Allí se ve a una mujer nadando, en la superficie, y por debajo la cabezota de un tiburón desproporcionado, con las fauces abiertas, que se le aproxima sin que ella lo sepa. Mi zozobra no se debe tanto a la profundidad o al tiburón acechante, sino al propio desconocimiento de la nadadora, a la despreocupación con que se mueve por las superficies.

Está tranquila, indiferente, mientras que allí abajo los monstruos marinos y otras alimañas acuáticas se retuercen en la oscuridad.

Marcelo Pisarro Written by: