Son dos caras de una misma moneda y, quizás, las dos piezas más brillantes que la industria cinematográfica haya elaborado en mucho tiempo. Al menos, en cuanto a representación del mundo se refieren. Exceden, ambas, las caras posibles del héroe contemporáneo para convertirse en un comentario sobre el estado de las condiciones de vida actuales. Si el famoso “índice de felicidad” tuviera un termómetro, John Rambo estaría en la parte más baja del instrumento de medición; Indiana Jones estaría en el tope, con el mercurio a punto de estallar. Mientras que Indiana Jones condensa la premisa de que vale la pena estar vivo, John Rambo representa lo opuesto: la sospecha de que probablemente no valga la pena; de que ―como escribió Elizabeth Wurtzel en Nación Prozac― todo es plástico y todo está destinado a estrellarse contra el suelo.
Que, al final del día, todo se convertirá en una enorme patraña.
Varios héroes de la década de 1980 volvieron a la gran pantalla en los últimos años. Respetando a rajatabla los valores de la sociedad que los creó (los manuales de enseñanza básica afirman que los héroes son una versión concentrada de los valores de una sociedad determinada), los héroes creados en plena era Reagan, traspuestos al final de la era Bush, hablan de dos formas de entender el capitalismo industrial de posguerra: una montada en el conquista y vencerás, la otra en el sobrevive y vencerás.
El héroe cinematográfico de la década de 1980 no retuerce el género, cuyas raíces más sólidas pueden trazarse en los mitos atenienses; más bien, lo consuma. John McClane (Bruce Willis en Duro de matar) es el tipo equivocado en el momento y lugar equivocados que, haciendo proezas extraordinarias, sale victorioso: rescata a la chica, mata al villano y salva el mundo. Rocky Balboa (Sylvester Stallone), que viene de la década de 1970, es el tipo que tiene todas las de perder y que, aún cuando pierde, su derrota se considera una victoria; es el tipo que no tiene ni una chance, que sabe que no tiene ni una chance, y que sin embargo le pone el pecho a la adversidad.
Son héroes porque reflejan ―y asumen como propios― los valores que nuestra sociedad considera fundacionales: salir adelante, aún a fuerza de golpes y patadas.
Veinte años tardaron Indiana Jones y John Rambo en tener una nueva secuela en sus respectivas sagas. A Indiana Jones se lo había visto por última en 1989; a Rambo, en 1988. Otro mundo, completamente: donde las imágenes generadas por computadora eran una promesa malamente cumplida y los talibanes eran “los buenos” de las películas (en Rambo III, pelea junto a ellos contra los invasores rusos y, al final del film, se lee la placa: “Dedicado al valiente pueblo de Afganistán”).
Indiana Jones y el Reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008) no sólo trajo de vuelta al héroe de los seriales por entregas de los años 30 y 40 del siglo XX, sino un concepto, una idea convertida en discurso público: que el mundo es un lugar lleno de maravillas y que uno puede descubrirlas a la vuelta de la esquina.
El tráiler de El Reino de la calavera de cristal es maravilloso, y lo era todavía más cuando uno no había visto la película: cuando todavía era todo posibilidad. Allí se anuncia que él protegió el poder de la divinidad; que él salvó la cuna de la civilización; que él triunfó sobre las fuerzas del mal (es la mejor parte, con la música dando golpes bajos y melodramáticos, montañas de libros ardiendo bajo las banderas de la Alemania nazi, y él les ganó). Y ahora la aventura continúa.
El Dr. Henry Walton Jones Jr. es una figura anacrónica, caricatura de una época pasada que se había convertido en mito cuando todavía no había llegado a su fin. Como arqueólogo, Indiana Jones sería echado a patadas de cualquier universidad contemporánea; su método (agarrar la reliquia y salir corriendo al museo) sería desdeñado por epistemólogos y por organizaciones de derechos humanos. Hasta puede que lo metieran preso. Pero en plena era colonial, en el marco de lo que Alberto Rex González llamó “arqueología de museo”, Indiana es una figura posible. Una figura deseable.
Aunque los métodos hayan cambiado, la visión del mundo que presenta El Reino de la calavera de cristal sigue vigente: un mundo donde, como en el tráiler antes de ver la película, todo es posible.
El mundo es una posibilidad abierta, y el héroe (vos, yo, cualquiera) es aquel que acepta (que entiende) dichas posibilidades. El mundo está lleno de fantasía. Hay magia en cada rincón, secretos que descubrir, misterios que llevan a más misterios y hacen, de la existencia, una aventura interminable. La vida es una loca carrera que vale la pena ser disfrutada palmo a palmo. Pero entre aventura y aventura, las acciones individuales son capaces de producir cambios: uno puede enfrentarse a las fuerzas del mal y vencer.
Vos, o yo, o cualquiera, nos convertimos en héroes cuando admitimos que nuestras acciones pueden producir cambios positivos en la vida de alguien más. La aventura empieza cuando descubrimos quiénes somos y entendemos quiénes queremos ser: cuando decidimos dar el primer paso que separa lo que es de lo que puede ser.
La última película sobre el veterano de Vietnam, John Rambo (Rambo, 2008), es la contracara de El Reino de la calavera de cristal en cualquier sentido que se le dé. Como película (como hecho artístico, como entretenimiento, como objeto fabricado según las reglas de una industria y lanzado al mercado para hacer dinero), John Rambo supera con creces a la última entrega de Indiana Jones. Es una película de guerra tanto como Los imperdonables (Unforgiven, 1992), de Clint Eastwood, es una película de vaqueros. Deja un terrible mal sabor de boca. Incomoda. Su visión del mundo es oscura, sombría. La vida es cruel y horrible. Aquellos que disponen de la fuerza (quienes manejan la violencia estatal o paraestatal: quienes visten ropas militares y tienen las armas) aplastan a quienes no tienen más opción que ser aplastados. La gente no cambia; el mundo no cambia. Si uno lo intenta, empeora la situación. El mundo es lo que es. Uno es lo que es. Cualquier esperanza está obturada. El mundo no es un lugar con posibilidades abiertas. No hay magia. No hay aventuras. Por el contrario: todas las puertas están cerradas y alguien tiró las llaves bien lejos.
―¡Increíble! ―exclama Indiana Jones frente a la calavera de cristal.
―A la mierda el mundo ―suspira John Rambo.
Lo que más incomoda de John Rambo (como película) es la negativa de Stallone (director y guionista) a presentar a su personaje como algo parecido a un héroe; ni “de acción” ni de cualquier otro tipo. Stallone no es un director sutil, y acá lo es menos que en ninguna otra parte: usando imágenes de noticieros presenta la situación en Birmania, “la guerra civil más larga del mundo”. Niños asesinados; mujeres violadas y torturadas; personas mutiladas y rematadas a golpes. La película de Stallone está diciendo: el mundo no es fantasía y magia. No hay aventuras con mensajes de amor y amistad como colofón. Ahora mismo están matando a palazos a niñitos; los están haciendo correr por campos minados como diversión; los están usando como tiro al blanco. ¿Qué puede hacer una persona frente a esto? ¿Qué puede cambiar? ¿Vale la pena intentarlo?
―Tenemos que ir y ayudar a esa gente ―dice la cristiana mojigata, a cuyo grupo Rambo deberá ir a salvar luego―. Estamos aquí para cambiar las cosas. Creemos que toda vida es especial.
―Algunos sí, otros no ―balbucea Rambo.
―¿En serio? Si todos pensaran así, las cosas jamás cambiarían.
―Nada cambia.
―¡Claro que sí! ¡Nada permanece igual!
―Disfrute la vida que tiene ―trata de convencerla Rambo y se niega a llevar el grupo hacia Birmania.
―¡Es lo que trato de hacer!
―No. Lo que trata de hacer es cambiar lo que es.
―¿Y qué es?
Silencio.
―Vuelva a casa ―termina Rambo―. En serio. Vuelva a casa.
“Lo que es”, dice el silencio de Rambo, es que la vida no tiene mucho parecido con las películas con historias o guiones de George Lucas, que parecen haber sido escritas por un chico de nueve años maravillado con una piedra que encontró en el jardín de su casa. La verdadera tensión del film, su fuerza, está en la pelea de Rambo por demostrar, o demostrarse, lo contrario: que sí se puede hacer una diferencia, que las acciones de una persona pueden hacer del mundo un lugar mucho mejor.
―Quizás perdió la fe en la gente ―le dice a Rambo la cristiana mojigata―. Pero aún debe tener fe en algo. Aún debe importarle algo. Quizás no podemos cambiar lo que es, pero tratar de salvar una vida no es desperdiciar la de uno. ¿O sí?
Luego, Rambo repetirá el concepto a un grupo de mercenarios a cuyo jefe apunta con arco y flecha.
―Si alguno de ustedes quiere disparar, muchachos, ahora es el momento. No hay ni uno de nosotros que no quiera estar en otro lugar. Pero esto es lo que hacemos, esto es lo que somos. Vivir por nada o morir por algo. Decidan.
“Esto es lo que hacemos, esto es lo que somos” clausura cualquier concepto de aventura: clausura la posibilidad de poner un pie adelante, dejar atrás lo que somos y avanzar hacia lo que queremos ser. Al final de la película, luego de las matanzas y los tiros, Rambo ―lastimado, maltrecho, observando a la distancia los cientos de cadáveres que dejó― simplemente confirma su punto: que las cosas no cambian; que la vida es lo que es; que la opción es vivir por nada o morir por algo, pero jamás vivir por algo.
―Necesitamos su ayuda para cambiar la vida de estas personas ―le había dicho un cristiano mojigato.
―¿Traen armas? –pregunta Rambo.
―¡Por supuesto que no!
―Entonces no van a cambiar nada.
―Bueno, es la clase de pensamiento que hace que el mundo sea como es.
―A la mierda el mundo.
En general uno estaría tentado a plantear los términos medios: que el mundo es un lugar horrendo y vil, que hay muchas personas que ni siquiera valen el pellejo que usan, pero que la vida también oculta momentos de aventuras y felicidad. Que el mundo puede ser un lugar mágico. Que nuestras acciones pueden generar cambios positivos. Que, vaya, pueden cambiar las vidas de otras personas. Para bien.
Pero eso es sólo en los días buenos. El resto del tiempo la visión sombría de John Rambo parece consumarse con aquella expresión de Dwight David Eisenhower: que cuanto más cambian las cosas, más siguen igual.
Nada cambia. Y si cambia, es para permanecer igual.
Al final del día, la vida no es más que una enorme patraña.