Aprender de fotocopias

Todavía me gusta comprar apuntes en fotocopias. Es una forma barata de aprender cosas nuevas, una forma más azarosa y a la vez más sistematizada que los ficheros de las bibliotecas o que la fortuna de las librerías de viejos. Unas pocas monedas pueden abrir mundos completos.

En muchas universidades argentinas el material de estudio consiste en fotocopias de artículos, fichas de cátedra, capítulos de libros y hasta libros enteros. A estas fotocopias se las llama apuntes. La práctica de los apuntes suele pisar las arenas de la piratería, la violación de derechos adquiridos por los autores o sus editores, y, en ocasiones, los actos delictivos amparados por la política partidaria. No puedo decir que, como comprador de apuntes, eso me haya quitado el sueño. Muchas cosas que escribí en estos años se convirtieron en bibliografía de cátedras y se distribuyen ―se compran, se venden― en apuntes fotocopiados. Nunca nadie me pidió autorización ni depositó un peso en mi cuenta bancaria. Me agrada pensar que hay una suerte de devolución, de reciprocidad, de “me llevo esto” pero “dejo esto otro”. Como si dijeras: todas esas fotocopias de las que estudié posibilitaron que ahora pueda aportar estas otras páginas para que sean fotocopiadas.

Así que en ocasiones paso por los centros de copiado y miro las carteleras de apuntes. De universidades con las que nunca tuve vínculos de ninguna clase, de carreras que nunca estudié, de materias cuyos nombres ni siquiera llego a conocer dado el críptico sistema de abreviaciones y jergas coloquiales de cada gueto universitario. Me paro ahí y miro qué me llama la atención. Otras veces hay apuntes de años previos apilados a los lados o mezclados en cajas, siempre a la mitad o mucho menos de su valor; se puede revolver, dejarse interesar, darle una oportunidad.

Muchos de estos apuntes resultaron ser puntos muertos. No dejaron nada tras de sí, ninguna enseñanza, ningún placer, nada que valiera la pena retener, excepto papel para juntar los soretes del perro. Otros, en cambio, se convirtieron en auténticos trayectos que todavía permanecen abiertos. El capítulo, o dos, o tres, de la fotocopia obligó a comprar el libro, y el libro llevó a otros libros, y así. Cuando se piensa que el recorrido comenzó al encontrar unas hojas fotocopiadas y abrochadas en una caja apilada en un rincón, o un nombre y un código anotado en una cartelera, no se puede más que reconocer que el sistema funciona. El problema, luego, es resolver dónde guardar, o si guardar en lo absoluto, tanto papel fotocopiado. Pero es la clase de problema que vale la pena resolver.

Marcelo Pisarro Written by: