Cada tanto voy a ese puesto callejero a comer hamburguesas. Me gustan las buenas hamburguesas y ahí sirven buenas hamburguesas. Queda más lejos que Burger King, que McDonald’s, que montones de parrillitas del microcentro, pero esas hamburguesas exquisitas valen las cuadras de más. Ni siquiera es un escollo que el puesto no tenga mesas, ni sillas, y que retaceen las servilletas. Todo se justifica por las hamburguesas.
La casilla está sobre la calle Perón, casi avenida Leandro N. Alem, en esa franja difusa de Buenos Aires que media entre Puerto Madero y los barrios del centro, como San Nicolás o Monserrat, que parece siempre en construcción, a la expectativa. En esa cuadra hay varios puestos de comidas al paso, es posible que por la presencia de muchas paradas de colectivos; también se encuentran anaqueles de libros usados; algunos vendedores ambulantes de golosinas ensayan el sedentarismo hasta que los echan. Por detrás, el imponente edificio del Correo Central, ahora en vías de convertirse en centro cultural, domina el paisaje.
El parrillero, que a veces también se encarga de los cobros y de todo lo demás, es un morocho hábil en el manejo de los utensilios y los ingredientes. Mi sospecha es que sabe que está siendo observado, y todo buen productor gastronómico, al igual que todo buen científico, tiene algo de cirquero en su corazón. ¿Hace falta que la persona de la barra del bar sacuda los tragos con tanta exuberancia, con esa cara seria y concentrada que uno pondría para manipular un dispositivo termonuclear? Posiblemente no. Pero es parte del circo.
El parrillero de este puesto callejero no esconde su habilidad para arrojar los medallones de carne al asador. Calienta los panes, los voltea con velocidad. Su especialidad es romper, cocer, tumbar los huevos, darle una forma óptima con la espátula. Luego arroja las fetas de jamón y queso sobre el huevo perfecto; después arroja el mejunje sobre el medallón de carne; por fin, el medallón de carne entre los panes. Todos sus movimientos son precisos, dan la impresión de práctica y reflexión; es un coreógrafo de la gastronomía callejera. La hamburguesa ―grandota, bien armada, pero no excesiva― es perfecta. Ni una gota de grasa, nada se cae por los lados; lograría que hasta un vegetariano se cure y deje de ser un desviado.
Era el mediodía, ya habían entrado los aires primaverales, el parrillero estaba en remera. Pedí la hamburguesa completa y me dispuse a entretenerme con el espectáculo de la cocción. Mientras miraba el manejo hábil de la espátula, noté la esvástica tatuada en el brazo del parrillero. Es un hecho que no pasó indiferente. Sin embargo, ¿puede convertirse en un obstáculo para el placer gastronómico que provocan las hamburguesas perfectas? ¿Se debe cambiar de expendio de comida? ¿Hay que montar un escándalo? ¿Una muestra de indignación? ¿Practicarle una catequesis cívica e histórica al morocho de la esvástica? ¿Qué? Acaso, como con casi todo lo demás, no será más que otra marca en la lista de cosas cotidianas que dejamos pasar.