Marc Bloch y los reyes taumaturgos

La creencia se prolongó durante cientos de años en Francia e Inglaterra. Ya estaba presente en el siglo XI y no raleó hasta comienzos del siglo XIX. Nadie tenía razones para dudar de ella. Simplemente así era como funcionaban las cosas del mundo: los reyes poseían la facultad de curar escrófulas, una infección que afecta los ganglios linfáticos y a la que se conocía ―cuando nadie pensaba en antibióticos ni en microrganismos patógenos― como “el mal del rey”. El rey tocaba al enfermo, hacía la señal de la cruz, y el enfermo se curaba. Este don no pertenecía a un rey en particular, sino que cualquiera que accedía al trono obtenía esta facultad milagrosa de sanación.

El historiador francés Marc Bloch publicó su libro Los reyes taumaturgos en 1924. Es uno de los más geniales libros de historia escritos en el siglo XX. Hay un aspecto que atañe a la historiografía: Bloch estudió un tema “menor” que hasta entonces quedaba marginado del campo de la historia; abarcó un lapso de tiempo enorme; utilizó materiales y fuentes hasta ese momento marginadas del estudio académico de la historia; posiblemente inauguró con ese libro la “historia de las mentalidades” o la “historia de la conciencia”; y quizás inauguró también una disciplina académica, la “antropología histórica” o la “historia antropológica”. El historiador polaco Bronislaw Geremek escribió en Marc Bloch, historiador y resistente: “Presentando su libro como un estudio de historia política ―lo que provocaba asombro en su época y aún en la actual―, Bloch observa el lazo profundo que existe entre lo sagrado y lo profano, buscando comprender las finalidades reales de la ideología del poder milagroso de los reyes. Estudia las ‘representaciones colectivas’ referentes al poder, al orden sobrenatural, lo sagrado y los milagros. El libro portaba un mensaje que mantiene su actualidad: la historia política debería permitir advertir, más allá de los acontecimientos, los fundamentos del poder, las ideologías, la interdependencia de gobernantes y gobernados y, aun, lo irracional”.

Lo irracional sólo es irracional cuando algún contexto histórico ―que en términos contemporáneos es ante todo político, social, cultural, religioso, filosófico― lo acredita como tal. En caso de que no lo acredite, aún lo más improbable forma parte del orden natural de la vida. Bloch inició su libro con una anécdota. El 27 de abril de 1340 un embajador del rey de Inglaterra, Eduardo III, se presentó ante el Dux de Venecia. Eduardo III tenía una disputa territorial con Felipe de Valois, “verdadero Rey de Francia”, y pretendía ganarse los favores de la neutral Venecia. Acababa de iniciarse la que sería conocida como la Guerra de los Cien Años, un conflicto armado entre las dinastías de Francia e Inglaterra que se prolongaría durante 116 años, entre 1337 y 1453. O sea que fueron más de cien años.

El embajador de Eduardo III era un eclesiástico de alto rango de la orden de los Predicadores, un tal hermano Francisco. El emisario estaba deseoso de obtener el apoyo veneciano. Para ello insistió en las intenciones pacíficas del soberano inglés. Dijo que “el serenísimo príncipe Eduardo”, deseoso de evitar la matanza de inocentes, le había propuesto a “Felipe de Valois, que se dice Rey de Francia”, tres medios a su elección para resolver la disputa sin entrar en un sangriento combate. El primer medio, un duelo en la arena entre los dos disputantes; los otros dos medios, pruebas propias de reyes. El hermano Francisco lo dejó por escrito: “Si Felipe de Valois es, como afirma, el verdadero Rey de Francia, que lo demuestre exponiéndose a leones hambrientos, ya que es sabido que los leones jamás acometen a un verdadero rey; o bien que realice el milagro de curar enfermos, como acostumbran hacerlo los otros reyes verdaderos”. Según lo que el hermano Francisco le dijo a las autoridades venecianas, Felipe, “en su soberbia”, había rechazado estas proposiciones.

Lo interesante ―escribió Bloch en la década de 1920― es que “no habría que tomar más en serio la prueba de los leones o la del milagro que la invitación al duelo”. La invitación al duelo era una práctica habitual antes de entrar en guerra, pero, que se sepa, ningún soberano aceptó ingresar a la arena. Sólo se trataba de una formalidad diplomática. Nadie esperaba que Felipe se batiera a duelo con Eduardo III, al igual que nadie esperaba que bajara a un foso lleno de leones para probar su realeza. Sin embargo, todos sabían que los leones no comían, ni siquiera rasguñaban, a los monarcas. Al igual que los poderes de sanación reales ―seguía Bloch― eran “hechos comprobados que ni siquiera los más escépticos del siglo XIV se habrían atrevido a poner en duda”. Estas cuestiones (el poder sanador de los reyes, su invulnerabilidad frente a los leones) formaban parte de los hechos cotidianos a tal punto que podían ser variables de peso en negociaciones políticas. Para ganar una guerra de 116 años, por ejemplo.

El discurso de un diplomático un tanto parlanchín viene a recordarnos oportunamente que nuestros antepasados, en la Edad Media y aún en plenos tiempos modernos, se formaban de la realeza una imagen muy diferente de la nuestra. En todos los países, los reyes eran considerados por entonces personajes sagrados; y en algunos, cuando menos, se los tenía por taumaturgos. Durante largos siglos, los reyes de Francia y los de Inglaterra ‘tocaron las escrófulas’, para utilizar una expresión en su tiempo clásica; debiendo entenderse por tal que ellos pretendían curar a los enfermos afectados por este mal, mediante el solo contacto de sus manos. Y la virtud curativa del soberano era creencia común.

Esta creencia común tenía rituales bien sistematizados. Durante siglos desfilaron por las cortes de Inglaterra y Francia a veces cientos y a veces miles de enfermos de escrófulas que esperaban ser sanados por el toque real. Se trataba de un ritual normalizado que permaneció invariable durante los seis o siete siglos cuya presencia está documentada, y no de un espontáneo arrebato de exaltación de muchedumbres enfermas que se fue tan repentinamente como llegó.

Bloch encontró que esta capacidad milagrosa era mucho más que un dato de color. Tenía implicaciones políticas y religiosas, en especial en tiempos en que el clero y la realeza se disputaban sus respectivas jurisdicciones. Sin embargo, hasta que Bloch se tomó en serio el estudio de estos fenómenos, y aún mucho después, pocos investigadores se habían imaginado que podía ser una forma de hacer historia académica. “Estos hechos son perfectamente conocidos por los eruditos y los curiosos ―escribió Bloch en la introducción de Los reyes taumaturgos―, al menos en sus grandes líneas. Pero debe admitirse que repugnan particularmente a nuestro espíritu, porque casi siempre fueron pasados en silencio. Los historiadores escribieron extensos volúmenes sobre las ideas monárquicas sin mencionarlos jamás”. Bloch siguió el camino inverso; se concentró en las fábulas, en las creencias, en el folklore, todo aquello que no se encontraba en ningún tratado doctrinario: “Consideré que podría hacerse historia con lo que hasta entonces no era más que una anécdota”.

Y lo logró. Se convirtió en uno de los historiadores más importantes del siglo XX, aunque se haya desentendido del siglo XX cuando éste ni siquiera había llegado a la mitad. Junto a su colega Lucien Febvre fundó, en 1929, Annales d’histoire économique et sociale, la publicación académica que definió el modo de hacer historia en Francia y en buena parte de las academias occidentales. Escribió libros esenciales, como La sociedad feudal (1939) y La historia rural de Francia (1931), y otros pequeños y hermosos, como Extraña derrota (1940). Bloch había nacido en 1886. Peleó en la Primera Guerra Mundial, obtuvo el grado de capitán y una cruz de guerra. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando ya era un reconocido historiador de 53 años, decidió enrolarse de nuevo para participar de la resistencia francesa contra la ocupación nazi. En junio de 1944 murió en el paredón de fusilamiento por orden de la Gestapo.

Marcelo Pisarro Written by: