La idea es la que sigue. El biógrafo tiene la capacidad (o el rol) de convertir el acto heroico del protagonista de la biografía en el acontecimiento que ilumina el resto de su vida: la capacidad (o el rol) de construir la jaula narrativa donde pasará su vida póstuma.
Iluminar un solo acontecimiento no es una malformación del género biografía, ni una canallada reduccionista, sino un instrumento que, a la manera del ground de Charles S. Peirce, permite enfocar un hecho que concentra todos los demás hechos y les da sentido: ordenar el caos de puntos suspensivos, filas de asteriscos, signos de interrogación, párrafos omitidos y espacios en blanco.
Ahora, un ejemplo tan bueno o tan malo como cualquier otro.
La vida y la obra del antropólogo polaco Bronislaw Malinowski parecen leerse (escribirse, comentarse, explicarse, anotarse) a través del prisma de dos momentos (Nueva Guinea y las islas Trobiand, en los períodos 1914-1915 y 1917-1919) y de dos obras: Los argonautas del Pacífico Occidental y el Diario de campo en Melanesia. Las razones de esta elección son tan entendibles como inciertas. ¿No puede ser la vida de una persona más que un conjunto de obras y de las misteriosas relaciones que dejan tras de sí?
En su Autobiografía, el filósofo Bertrand Russell adjuntó una carta de Malinowski fechada el 13 de noviembre de 1930. Escribió el antropólogo polaco:
Estimado Russell:
Con ocasión de mi visita a su escuela me dejé mi único sombrero marrón presentable en su vestíbulo. Quién sabe si desde entonces habrá tenido el honor de cubrir el único cerebro de Inglaterra que de buena gana considero mejor que el mío; o si acaso habrá sido utilizado para algún juvenil experimento de física, tecnología, arte dramático o simbología prehistórica; o si habrá desaparecido del vestíbulo de modo natural.
Si ninguno de estos acontecimientos, o tal vez deberíamos llamarlos hipótesis, se sostiene o ha ocurrido, ¿sería usted tan amable de traérmelo a Londres envuelto en papel marrón, o por cualquier otro medio de transporte discreto, y avisarme mediante una postal dónde he de reclamarlo? Lamento mucho que mi distracción, característica de una gran inteligencia, lo haya dejado a usted a merced de la molestia que este suceso conlleva.
Espero verlo muy pronto.
Le saluda cordialmente
B. Malinowski
A lo que, dos días después, Russell respondió:
Estimado Malinowski:
Mi secretaria ha encontrado en mi vestíbulo un presentable sombrero marrón que presumo le pertenece, aún más, sólo de verlo me acuerdo de usted.
El lunes 17 daré una conferencia a la Unión de Estudiantes en la School of Economics, y salvo que mi memoria sea tan mala y mi inteligencia tan buena como las suyas, dejaré su sombrero al portero de la escuela, pidiéndole que se lo entregue cuando usted lo solicite.
Yo también espero que podamos vernos pronto. El otro día conocí a [el médico y sociólogo neocelandés] Briffault y me quedé asombrado por su espíritu de lucha.
Cordiales saludos
Bertrand Russell
¿Por qué no leer la vida de Malinowski a través del prisma de este incidente? ¿Por qué no imaginarse a Russell llevando el sombrero envuelto en papel marrón y a Malinowski yendo a recogerlo con el portero, y entonces tomar a este suceso como el suceso que contiene a todos los demás sucesos? ¿Por qué no usar este incidente como instrumento de revelación? En última instancia, quizás lo que cuenta es la intimidad expuesta, en el sentido más tosco de la expresión: la vida del gran creador convertida en una portada de revista obscena para la plebe.
Basta pensar en cualquier biopic hollywoodense. El acto célebre del héroe, que sostiene las dos horas de película, nunca es olvidarse un sombrero en un despacho. Las premisas son todavía más simples. En Sid & Nancy (Alex Cox, 1986) el acto célebre de Sid Vicious (bajista de Sex Pistols) es asesinar a cuchilladas a su novia Nancy Spungen; Una mente brillante (A Beautiful Mind, Ron Howard, 2001), sobre la vida del matemático John Forbes Nash, puede resumirse como el-camino-del-esquizofrénico-al-Premio-Nobel; Eliot Ness, en cualquiera de sus encarnaciones, será el tipo que atrapó a Al Capone; y Al Capone será el tipo al que atraparon por no pagar impuestos.
En la biografía, contrariamente a lo que pensaba Edwin Mullhouse, no hay que ponerlo todo; más bien, hay que seleccionar unos pocos eventos, darles un carácter de totalidad (como si esos pocos eventos, a través de la magia metonímica, representaran un todo mayor cuya veracidad queda fuera de cuestión) e iluminarlos a través de un incidente revelador: el acto célebre, el suceso por el cual las personas pagarán una entrada, comprarán un libro, encenderán la televisión, prestarán atención a la historia.
Y entonces todo queda compendiado en una oración del escritor Spencer Holst, en su cuento “El monstruo de la calle Monroe”, en su libro El idioma de los gatos: “Pero, como autor, tengo ciertos poderes”.
El biógrafo (o el autor en general) tiene ciertos poderes: decide qué incidente iluminar y, en base a esa decisión, qué sentido darle a la suma de acontecimientos que —metonímicamente desplazados— conforman una vida. Por eso Ariel Price decide matar a su biógrafo en Delirio de Douglas Cooper, y por eso la biografía es tanto artificio como objeto de revelación. En “El monstruo de la calle Monroe” todos los involucrados van a tomarse una cerveza y a hablar de béisbol, pero se olvidan de un vagabundo que quedó tirado en la alcantarilla y que había cumplido un importante papel en ese final feliz. Es cuando Holst irrumpe desfachatadamente en el texto y escribe:
Pero, como autor, tengo ciertos poderes.
Así que me gustaría expresar la gratitud que mis personajes no han demostrado. Fíjense, este vagabundo va a morir, de todas maneras, de tuberculosis en un par de meses, pero yo voy a hacer que la policía lo detenga acusándolo de ebriedad y se lo lleven al Hospital Bellevue, y descubran ahí su tuberculosis y lo manden a un hospicio del Estado, a morir.
Ellos se ocuparán de él.
Como autor, tengo ciertos poderes. Por eso nadie podría impedir que las vidas de Bronislaw Malinowski y de Bertrand Russell se estructuren alrededor de ese único hecho iluminador: cuando uno olvidó su sombrero marrón en el despacho del otro, cuando el otro lo llevó discretamente al portero de la escuela. Y allí, quizás, dijo: “Ellos se ocuparán de él”.