María Elena Walsh: Vida y muerte de una escritora argentina, 1930-2011

Cada vez que muere alguien conocido por un número más o menos importante de personas, pienso en la biografía. En la biografía, como género. Digo “alguien conocido por un número más o menos importante de personas” para referirme a esos individuos que se catalogan como “populares” o “famosos” o “célebres” o simplemente eso, “conocidos”. La compositora y escritora María Elena Walsh, quien falleció esta semana y acaparó los titulares de periódicos y noticiarios, es un buen ejemplo. También ella me hizo pensar en la biografía.

Nadie dejó de mencionar a la tortuga Manuelita, al Reino del Revés, a la cigarra, a las desventuras del País Jardín-de-Infantes. Está bien. ¿Pero una vida consiste en la enumeración de cierta cantidad de obras que pueden ser sopesadas según su efecto en otras vidas? ¿O ésa es la vida que cuenta en las biografías? ¿Qué relación misteriosa une la vida de una persona con su biografía? ¿Qué vinculo empareja las acciones ordinarias y extraordinarias de una existencia con aquello que otra persona, el biógrafo, distingue como ordinario y extraordinario? ¿Qué inimaginable poder tiene el biógrafo?

Las preguntas son simples, pero no tienen respuestas simples. De hecho, parece difícil que estas preguntas simples sean capaces de obtener respuestas con las que todos nos sintamos cómodos.

Suelo pensar en una de mis novelas favoritas, Edwin Mullhouse: Vida y muerte de un escritor norteamericano, 1943-1954, por Jeffrey Cartwright, escrita por Steven Millhauser y publicaba en 1972. La idea es sencilla: Edwin Mullhouse es un genio y su temprana muerte a los once años no le privó a la humanidad de su gran legado: la novela Caricaturas. Mientras Edwin escribía Caricaturas, su vecino y mejor amigo, Jeffrey Cartwright, al reconocer el genio de Edwin y la importancia que tendría su obra, se decide a convertirse en su biógrafo.

La imagen que Jeffrey Cartwright tiene del biógrafo parece rozar el puro nihilismo, tal como lo definió el ensayista Greil Marcus: “El nihilista, no importa a cuántas personas él o ella mate, es siempre un solipsista: nadie existe excepto el actor, y sólo los motivos del actor son reales. Cuando el nihilista aprieta el gatillo, enciende el gas, prende fuego, se pica las venas, el mundo acaba. La negación es siempre política: asume la existencia de otras personas, les da el ser”. Al delegarse como biógrafo, Jeffrey asume la existencia de Edwin: le da el ser.

“Aprovecho esta oportunidad para preguntar a Edwin, dondequiera que esté: ¿no es verdad que el biógrafo desempeña una función tanto o más grande que el artista? Pues el artista crea la obra de arte, pero el biógrafo, por así decirlo, crea al artista. Es decir: sin mí, ¿existirías siquiera, Edwin?”.

Para el biógrafo, y para el nihilista, la respuesta es rotunda: no.

Hay aquí una idea. El biógrafo tiene la capacidad (o el rol) de convertir el acto heroico del protagonista en el acontecimiento que ilumina el resto de su vida: la capacidad (o el rol) de construir la jaula narrativa donde pasará su vida póstuma.

Otra de mis novelas favoritas, Delirio, del escritor canadiense Douglas Cooper, publicada en 1998, comienza de este modo: “Ninguna vida resiste el escrutinio. En un autobús de pasajeros, acero color oliva, rutilante aureola de polvo rodando desde el Sinaí hasta el inminente milagro de la irrigación, verde Galilea, Ariel Price decide a su pesar que tendrá que asesinar a su biógrafo”.

Y al final lo asesina. Ya encarcelado en una prisión de cristal, con el texto del biógrafo grabado en las paredes, Ariel Price, el gran arquitecto del siglo XX, el gran constructor de torres oscuras, entiende que efectivamente ninguna vida resiste el escrutinio. Pero para él hay algo peor: no el escrutinio en sí mismo, sino la posibilidad de que una vida pueda ponerse bajo escrutinio.

El biógrafo de Ariel Price escribe: “Cada vida se puede leer a través del prisma de un solo incidente. Se trata de un dispositivo menos biográfico que óptico, y quizá sea un artificio —pura ficción— pero como toda ficción es un instrumento de revelación”.

Iluminar un solo acontecimiento no es una malformación del género biografía, una canallada reduccionista, sino un instrumento que, a la manera del ground de Charles S. Peirce, permite enfocar un hecho que concentra todos los demás hechos y les da sentido: ordenar el caos de puntos suspensivos, filas de asteriscos, signos de interrogación, párrafos omitidos y espacios en blanco. La biografía ordena ese revoltijo que es la vida. Sólo paga un pequeño precio a cambio: volverse límpida, sin prestigios, sin los falsos atractivos de lo desconocido. Que es como el filósofo rumano Émile M. Cioran, en Breviario de podredumbre, su libro de 1949, describió la muerte.

“Porque no reposa sobre nada —escribió Cioran—, porque carece hasta de la sombra misma de un argumento, es por lo que perseveramos en la vida. La muerte es demasiado exacta; todas las razones se encuentran de su lado. Misteriosa para nuestros instintos, se dibuja, ante nuestra reflexión, límpida, sin prestigios y sin los falsos atractivos de lo desconocido”.

La muerte, que es nítida y exacta, en ocasiones tiñe de exactitud y nitidez a su contraparte. De cada acto hace un destino. De cada destino, una biografía.

Marcelo Pisarro Written by: