Vagabundeando en la web recalé en un sitio donde se exhibían los resultados de una apresurada pesquisa fotográfica. Alguien se había propuesto comparar los productos anunciados en Burger King, McDonald’s y Taco Bell con los productos que efectivamente se despachan en los mostradores de esos locales. Balancearse entre la tentación y la decepción. Entre la promesa y su incumplimiento.
El argumento está bastante trillado. Ya todos vimos a William “D-Fens” Foster (Michael Douglas) en el Wammy Burger de Un día de furia (Falling Down, 1993); ya todos lo vimos cotejando la apetitosa hamburguesa que exhibe el letrero publicitario y la hamburguesita escuálida que le sirven; ya todos experimentamos un inconfesable júbilo cuando la potente TEC-9 se erige como vengadora de los consumidores. De todos modos, y aunque marchito por el uso, sigue siendo un buen argumento: que lo que ves no es lo que hay. Y tautológicamente: que lo que hay no es lo que ves.
Los resultados de este experimento fotográfico ratifican las sospechas de que la distancia entre lo que se ofrece y lo que se obtiene en una casa de comidas rápidas es abismal. Crunchy Taco, Whopper, Whopper Jr., Big Mac, ninguno de estos productos-marca acaba bien parado. Aunque también puede sospecharse del mismo experimento. Algunas hamburguesas “empíricas”, las que se contrastan con las hamburguesas “publicitarias”, lucen como si un señor muy gordo se hubiese sentado sobre ellas o como si hubiesen sido apaleadas antes de ser fotografiadas. La hamburguesa tentadora y la hamburguesa indeseable parecen igualmente elaboradas para persuadir al receptor. Si la moraleja es que debemos desconfiar de las imágenes publicitarias de los productos de las grandes corporaciones gastronómicas, ¿por qué no deberíamos desconfiar, además, de las imágenes de quienes quieren convencernos de que debemos desconfiar de los productos de las grandes corporaciones?
En cuanto a las imágenes y su manipulación, la sociedad contemporánea entró en un estado de suspicacia que roza, y casi siempre traspasa, la llana paranoia. Es una especie de alerta permanente, la constante sospecha de que lo que uno está viendo no está realmente allí. Que se repita con tanta frecuencia, con tanta insistencia, la palabra “Photoshop” (tal cosa está photoshopeada, a tal otra la hicieron con Photoshop) estaría probando que vivimos acosados por el genio maligno que engañaba a René Descartes en prácticamente todo. No se nos permite creer que eso que vemos existe por fuera de lo que vemos, de su representación gráfica; que por fuera de esas imágenes, presumiblemente photoshopeadas, no veremos cielos con esos colores, mujeres con esos pechos, hombres con esos torsos, ancianos con esos cutis; que no obtendremos, a cambio de nuestro dinero, hamburguesas y tacos como los que se ofrecen en los anuncios publicitarios.
El ciclo se completa cuando la sospecha comienza a girar en círculos sobre sí misma: sospechamos de las hamburguesas apetitosas y sospechamos de las hamburguesas desabridas. Sospechamos, porque al genio maligno de Descartes se lo intuye aquí y allá.
Sospechamos y exigimos imágenes “más reales”, “más naturales”, “más verdaderas”, acaso olvidando que —como escribió Albert Camus— la verdad, como la luz, ciega. Y que la mentira es un bello crepúsculo que realza cada objeto.