John Bardeen inventó los transistores y Efraín exclamó: ¡Hala, hala! ¡A clase, blancas palomitas!

Falleció el 30 de enero de 1991 a la edad de 82 años. Se llamaba John Bardeen y fue una de las personas más importantes del siglo XX. ¿No lo sabías? Obtuvo dos veces el Premio Nobel de Física. ¿Que eso no te dice mucho? Está bien. Que no te diga mucho prueba que el ruido vale más que las nueces, aunque al final del día las nueces nos alimenten y el ruido no sea más que eso, ruido.

John Bardeen, físico estadounidense, es el único que ganó dos veces el Premio Nobel en Física: en 1956, junto a William Shockley y Walter Brattain, por el desarrollo del transistor; y en 1972, junto a Leon Neil Cooper y John Robert Schrieffer, por la  teoría BCS, que explica la superconductividad. ¿Sigue sin decirte mucho? Sin transistores, sin la tecnología y sin la teoría que explica su funcionamiento, no existiría prácticamente nada de lo que hoy das por sentado a tu alrededor. Los televisores y las radios necesitan transistores. También los aviones y los automóviles. Las heladeras, los lavarropas, los equipos de rayos X y los relojes de cuarzo. Y los teléfonos celulares, las lámparas fluorescentes, los hornos de microondas, los reproductores de música y los misiles teledirigidos. Ni siquiera podrías estar leyendo esto si no fuese por los transistores. Casi nada de tu ambiente cotidiano sería lo mismo. Por eso se dice que los transistores son al siglo XX lo que la máquina de vapor a los siglos XVIII y XIX.

Bien, ahora hagamos un desvío.

La otra tarde vi a Héctor Fernández Rubio paseando por la zona de Plaza Italia, en el barrio porteño de Palermo. Fernández Rubio es un actor nacido en 1943 que interpretó, entre 1983 y 1985, a Efraín, el portero gallego de la escuela primaria de Señorita maestra, la tira diaria del guionista y productor Abel Santa Cruz que protagonizaba Cristina Lemercier, en el papel de la maestra Jacinta Pichimahuida, rol que ya habían encarnado Evangelina Salazar y María de los Ángeles Medrano. “¡Hala, hala! ¡A clase, blancas palomitas!”, repetía Efraín, con su traje azul de portero, apurando a los alumnos más remolones.

Fernández Rubio, o Efraín, caminaba distraídamente por la avenida Santa Fe. Llevaba bermudas naranjas y una remera cremita. Decidí seguirlo a fin de observar el comportamiento de quienes lo reconocían. Ya sé que todos los acosadores chiflados que atosigan a las celebridades por la calle suelen esbozar motivos que les parecen sensatísimos, y que todos los chiflados que se creen sensatos acaban sonando igual de chiflados, así que no intentaré justificarme. Estaba aburrido y no tenía nada mejor que hacer, el hombre llevaba bermudas naranjas que hacían muy sencilla la tarea de seguirlo, así que lo seguí.

No sucedió nada trascendente. Lo frenaron un par de veces para saludarlo y lo llamaron un par de veces al grito de “¡Efraín!”. Luego se detuvo frente a la vidriera de una librería y pasó allí un buen rato. Después caminó un poco más y paró en un videoclub (uno de los pocos que quedan) a mirar los títulos de las películas. Como no se movía, acaso alertado de mi presencia en las inmediaciones, decidí acabar allí mi experimento de observación empírica.

Fin del desvío.

Los parámetros de juicio que utilizamos para establecer la importancia de las cosas de este mundo pueden ser insondables. A pesar de que John Bardeen recibió innumerables distinciones y honores, a pesar de que su trabajo transformó la vida contemporánea y redefinió buena parte del perfil del mundo moderno, su nombre —y vaya, su existencia— parece haberse traspapelado y perdido en una montaña de información que acaso podría juzgarse como menos importante, menos determinante para la comprensión del presente y de la historia reciente.

Sabemos de la existencia de personas que uno —si hiciese un análisis desapasionado— podría calificar de completamente triviales y redundantes para ese conjunto de relaciones que llamamos contemporaneidad. Músicos, actores, poetas, escritores, participantes del Gran Hermano, figurones de la televisión y del deporte. Sabemos sus nombres y podemos identificarlos cuando los vemos caminando por la calle.

John Bardeen fue una de las personas más significativas para la vida cotidiana de los siglos XX y XXI. Sin embargo parece ausente del discurso público. Si resucitara y saliese a dar un paseo, ni siquiera te fijarías en él. Quizás alguien le pediría una moneda. O le robaría el reloj. A la par, cuando Efraín sale a caminar por Plaza Italia con sus bermudas naranjas, nunca falta quien le grite: ¡Hala, hala, blancas palomitas!

Eso, creo yo, nos está diciendo algo sobre los parámetros de juicio con que damos importancia a las cosas.

Marcelo Pisarro Written by: