El tuteo generalizado soslaya la experiencia. Equipara la sapiencia de un adolescente sabelotodo con la del médico que le diagnostica un problema de acné. El trato de usted, en cambio, supone una jerarquía. Una jerarquía implica una diferencia, pero una diferencia no siempre presume desigualdad. Y es la percepción de la diferencia lo que el tuteo generalizado pasa por alto. A la vez, ratifica la existencia de una desigualdad estructural, aún mientras se la impugna.
A mí me enseñaron que uno debe tratar de usted a sus mayores. Por eso trato de usted a mis mayores. La cuestión es que cada vez se achica más la brecha con las personas a las que puedo llamar “mayores” y espero, entonces, que los más jóvenes se dirijan a mí con un usted. No lo hacen. “¿Qué van a tomar, chicos?”, le dice la moza veinteañera a un grupo de cuarentones apiñados en una mesa de bar. “¿Tenés cambio, porfi?”, me pregunta la cajera del supermercado, que parece haber alcanzado la edad para votar hace tres días. Cada vez que algún muchachito me interpela, en interacciones públicas casuales, con un “amigo”, “flaco”, “loco”, “genio” o “capo”, tengo ganas de soltarle un sermón acerca del trato a sus mayores. Pero soltar sermones de este tipo ya no se estila. El señor de la fiambrería del barrio me trata de “don”. Es verdad que “don” se pasa de la raya, que todavía no amerito un “don”, pero por regla prefiero que sobre y no que falte.
Las mujeres de mi edad colaboran mucho con este drama. Si les dicen “señora” se ofenden como si las hubieran injuriado con el peor de los insultos. La sociedad individualista, risueña y cool, la sociedad desenfadada en la que todo el mundo se tutea que celebró el filósofo Gilles Lipovetsky hace más de treinta años, es ahora una de las grandes pesadillas contemporáneas. Hubo una época no demasiado lejana en la que la adolescencia no existía; ahora parece no existir la adultez. Se es joven o no se es joven, y si no se es joven entonces se es un viejo decrépito al que se trata de usted (excepto si el viejo decrépito está recluido en un geriátrico, sitios donde la condescendencia de sus empleados es aún peor que la de ginecólogos y enfermeras: a ver, mamita, vení, sentate en la camilla). No se concibe una etapa intermedia, que a la sazón ocupa la mayor parte de la existencia, llamada “adultez”. Por el contrario, los desenfados juveniles se estiran todo lo posible hasta que alguien dice: “Disculpe, señora”, y entonces el mundo se desmorona.
Por supuesto, exagero, pero no demasiado. El antropólogo brasileño Roberto DaMatta publicó su libro Carnavais, malandros e heróis en 1979. Tiene un artículo que hizo escuela, “Você sabe com quem está falando?”, y que dio pie a otro artículo que también hizo escuela, “¿Y a mí, qué me importa?”, del politólogo argentino Guillermo O’Donnell, que apareció como paper en 1984, luego compilado en Contrapuntos: ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización, libro de 1997. Hay una idea que se puede rastrear.
DaMatta examinaba esa interpelación que oía en las ríspidas interacciones de Río de Janeiro, interacciones que revelaban agudas jerarquizaciones sociales: “Você sabe com quem está falando?” (¿Vos sabés con quién estás hablando?), preguntaba el sujeto de una posición jerárquica superior al sujeto de una posición jerárquica inferior. Lo que seguía a esa pregunta era un silencio. En Buenos Aires, dijo O’Donnell en 1984, había oído expresiones similares: “¿Usted quién se cree que soy yo?”. Sólo que lo que seguía no era un silencio sino otra pregunta: “¿Y a mí qué mierda me importa?”. Es un tema de jerarquías, y lo interesante es que en Buenos Aires, al mandar a la mierda al interlocutor, la jerarquía se ratifica en el mismo momento en que se la impugna. Se la certifica de la manera más irritante para el “superior” (se lo manda a la mierda), pero de todos modos se la valida. Se la cuestiona, pero se la autoriza. Se la ensucia, pero se la reconoce.
“Véase además ―seguía O’Donnell en 1984― que la pregunta-epíteto no se hace en ‘você’ (‘Vos sabés…’) sino en Ud. En cambio, la típica respuesta, con o sin palabrota, elude definirse entre el ‘vos’ y el ‘Ud.’. En contraste con los cariocas de DaMatta, el ‘superior’ porteño trata al otro de ‘Ud.’ en el mismo acto en el que trata de colocarlo en inferior, ‘en su lugar’. Cuando no lo hace, tanto en este contexto como en otros que también pretenden reforzar jerarquías, una respuesta frecuente es: ‘¿Y a Ud., quién le dio permiso para tutearme?’, con las palabras ‘Ud.’ y ‘permiso’ fuertemente recalcadas. Si en cambio la respuesta es: ‘¿Y a vos, quién te dio permiso para tutearme?’, la cosa ya está a un paso de la violencia física, en la cual no es nada evidente que el socialmente superior vaya a llevar la mejor parte. En Río, violencia acatada. En Buenos Aires, violencia recíproca. ¿Mejor o peor? Simplemente, diferente. Pero con un importante punto en común: en ambos casos, estas sociedades, presuponen y re-ponen, cada una a su manera, la conciencia de la desigualdad”.
Ahora la pregunta no se hace en usted porque nadie habla en usted. Y entonces podría pensarse si el tuteo generalizado no es, también, un canal para expresar una mayor jerarquización social, a la vez impugnada y a la vez ratificada. La filmación de una discusión por una infracción de tránsito, en 2013, entre una agente de calle y el entonces diputado Juan Cabandié es un buen ejemplo. Ambos se tutean y en todo momento las jerarquías aparecen objetadas, sólo que al objetarse, se revalidan. Luego de la discusión, el diputado hace que la agente de tránsito pierda su trabajo.
Pasen cualquier tarde por el Obelisco, por la Plaza de la República, en dirección norte. Sentado en una de las nuevas barandas del Metrobus encontrarán a un tipo que pide monedas. Interpela a los hombres con un “amigo”, “flaco”, “loco”, “genio” o “capo”. Si uno le dice que no, o si no le dice nada, el tipo lo manda a la mierda. A hombres y mujeres, aunque suele ensañarse con las mujeres que se niegan a darle un beso. El tipo te tutea y te manda a la mierda, pero de todas maneras, si uno quiere trazar un mapa de las jerarquías en plan “superiores” e “inferiores”, el que pide limosna en la calle estará siempre en una posición subalterna respecto a aquel que le dice que no. O al que le dice que sí, no importa.
El tuteo generalizado, acaso, revela una de las grandes transformaciones de la sociedad argentina en las últimas tres décadas, con un aceleramiento exponencial a partir del siglo XXI: mayor desigualdad estructural, mayor distancia jerárquica y todo un lozano sistema de prácticas culturales desapercibidas que lo objetan a la vez que lo afirman. Nos tuteamos, todos somos iguales. Pero no, no lo somos.