El alma de las tejedoras andinas

Días atrás me pidieron que evaluara una monografía acerca del papel de los textiles en la cosmovisión andina. Más específicamente, acerca de la naturaleza ontológica que el textil tiene para las tejedoras, acerca de la dimensión espiritual del acto de tejer, de cierta transubstanciación del alma. De esto se trata, más o menos, el referato en el ámbito de las publicaciones académicas: leer un texto y señalar si a uno le parece que merece ser puesto a disposición de la comunidad académica, o si, por el contrario, le parece que no lo merece. Este arbitraje, o “juicio de pares”, tiene por objetivo validar el conocimiento producido según las reglas metodológicas y epistemológicas de cierto grupo profesional (académico o científico, o más bien, de sus distintos campos: histórico, matemático, biológico, antropológico, físico, lingüístico, etcétera). El escrito puede ser aceptado, aceptado con cambios menores, devuelto para revisión, rechazado. De este modo se asegura —aparentemente— un piso de legitimidad.

Agradecí y desistí. Puse como excusa que mi única experiencia con textiles es haber comprado una bufanda alguna vez. Se me dijo que mi experiencia en el mundo andino podría ser muy valiosa, a lo cual retruqué que mi valiosa experiencia en el mundo andino consiste en holgazanear y en comer y en beber y en el mejor de los casos en comprar bufandas. El tironeo de elogios y de falsa modestia se prolongó por un rato. Acabé con veinte páginas en Times New Roman 12 bajo el brazo. Y leer en Times New Roman 12, de por sí, ya me predispone de mala manera.

El trabajo no estaba ni bien ni mal. Aunque no le hacía ningún gran favor al acervo cultural humano, tampoco le provocaba ningún daño (si leyeron los comentarios de Marcel Mauss sobre el “espíritu del don” entre los maoríes de Nueva Zelanda, ya tienen la mitad del camino andado). Al terminar el primer párrafo notabas que te aburrirías muchísimo durante las siguientes veinte páginas y que deberías soportar toda clase de frases hechas, expresiones carentes de vigor, voces pasivas, términos sosos y auto-explicativos que matan las ganas de seguir leyendo apenas pasado el título. Sumaba unos puntos porque tomaba como caso un ayllu del departamento de Cochabamba, que es una de mis regiones favoritas de Bolivia, pues allí se encuentran unas silpancherías fantásticas (el silpancho es el mejor invento gastronómico del continente y acaso de todo el globo terráqueo; si bien cualquier platillo coronado con un huevo frito roza la perfección, el silpancho en particular supera la perfección con ganas). Pero los puntos acumulados volvían a perderse al leer el acopio de términos como “logocéntrico”, “etapas civilizacionales”, “grafemas societales” y “agrafía estructural”, todo en una misma oración que se extendía por varios renglones. Veinte páginas y ni un dibujito para entretenerme.

Lo acabé con esfuerzo. Marqué algunos deslices gramaticales para justificar la lectura, hice una breve anotación, firmé un aprobado y volví a ocuparme de mis asuntos. Algo que no dije sobre las publicaciones académicas es que suelen funcionar como tildes en una planilla, como casilleros tachados que pueden llevarte a una beca, una subvención, una vacante, un puesto docente o un plato de comida caliente a la hora de la cena. Si el trabajo no es desastroso, o en cualquier caso, peligroso, siempre cabe el beneficio de la duda; que el expositor marque el punto y ya. Nunca se sabe cuándo alguien dará lo mejor de sí, cuándo dejará de amontonar expresiones como “logocéntrico”, “etapas civilizacionales”, “grafemas societales” y “agrafía estructural” en una misma oración. Buena parte del conocimiento académico se sostiene en la replicación y en la fijación, no en el quiebre y en la desarticulación. No se puede culpar a nadie por seguir una tradición que, en cualquier caso, legitima todas sus posibles infracciones.

Una expresión andina —al menos la conozco como expresión andina— dice que tenés que darle aire al aire. Si uno quiere que algo funcione debe darle aire, debe dejar que respire, debe ponerle un poco de ganas y ofrecerle una oportunidad. Hay que tomar un par de fichas y arrojarlas sobre el paño verde. Se trata de una apuesta, de la posibilidad de construir algo que puede cambiar tu vida, que puede hacerla más interesante de lo que jamás habrías creído; también, de la posibilidad de perder las fichas y marcharte más pobre de lo que habías llegado. Por eso se trata de una apuesta.

Señalé más arriba, un poco al pasar, que hice una breve anotación en la monografía. Acaso no sea muy útil en términos técnicos, pero es la clase de cosa que a mí me gustaría que me dijeran si estoy escribiendo sobre el papel de los textiles en la cosmovisión andina. Es una expresión que me agrada, que las tejedoras viejas les dicen a las tejedoras niñas, que en quechua suena bellísima: “Watay, watay imilla, animuata jap’inampax”. Quiere decir: amarra, amarra jovencita, para agarrar su ánimo. Cuando amarra, cuando amarra con nervio, la tejedora asume el ánimo que otros le procuran e incorpora su fuerza. De ese modo se pagan las fichas en mesa, se acepta la apuesta y se entra a jugar. El resultado es imprevisible. “Chayrayku watana”, avisan las tejedoras viejas. Que quiere decir: por esta razón se amarra. Para agarrar ánimo, y darle aire.

Marcelo Pisarro Written by: