Que nadie venga a arruinarnos el atracón

Este párrafo no contiene spoilers. El segundo sí, acerca del final de la tercera temporada de la serie Homeland. Y así de fácil se estropea un texto. La primera oración es importante. Buena parte del destino de un texto (una novela, un artículo periodístico, un ensayo, una declaración de amor, una reseña sobre un artefacto audiovisual) se juega en la primera oración. Dedicarlo a la convención de alertar sobre la presencia de spoilers es un despropósito, una manera efectiva de desalentar a interesados y de aniquilar el ritmo de la narración. Inaugura el texto con violencia, desde afuera, iluminando el artificio; lo que debería ser una conversación (hola) comienza como una conversación acerca del hecho de que conversamos (¿me escuchás?). Una expresión como “¡Atención! ¡Spoilers!” molesta, obliga a salirse del texto, a recorrerlo con resquemor. También refleja la incapacidad de resolverlo con mejor tino. Toda defensa o explicación conduce al párrafo que sí contiene spoilers.

En enero de 2014, en la televisación de la previa de los SAG Awards (los premios del sindicato de actores de cine estadounidenses), una reportera entrevistaba a la actriz Jennifer Lawrence, protagonista de Los juegos del hambre. Otra reportera hacía lo propio con Damian Lewis, el actor que interpreta al sargento Nicholas Brody, uno de los dos caracteres principales de Homeland. Cuando la joven Lawrence dijo que le encanta la serie, que había visto las primeras dos temporadas (hasta ese momento eran cuatro), los presentaron. Entonces una de las reporteras le preguntó si sabía que al final de la tercera temporada mataban a Brody, el personaje de Lewis. El actor empezó a gritar que eso era un spoiler. Lawrence clavó la vista en su entrevistadora con incredulidad y un mal disimulado fastidio. Dijo que mira cada temporada completa en DVD, de un tirón, y le reprochó a la reportera que le había arruinado la historia. En sus hogares, muchas personas que seguían la serie experimentaron el mismo enfado: le habían arruinado la serie, se la habían espoileado.

“Spoiler” es la información no requerida que adelanta partes importantes de un relato de ficción, de aquellos elementos que el semiólogo Roland Barthes, en Introducción al análisis estructural del relato, su ensayo de 1966, llamaba “funciones cardinales”: los “nudos del relato” que inauguran o concluyen una incertidumbre. Cuando la reportera le adelanta a su entrevistada el destino de un personaje de una serie, y a la vez, se lo adelanta a los televidentes; cuando un compañero de escuela o de trabajo comenta algún acontecimiento de un relato serializado frente a alguien más rezagado en la continuidad; cuando en alguna red social como Twitter o Facebook se opina, diserta, exclama o interponen emoticones en relación al giro de una historia; en todos estos casos, se está ante un spoiler. Y pocas pesadillas amenazan el correcto consumo del producto audiovisual como un spoiler.

Como fenómeno cultural es de nuevo cuño. Tanto que todavía no existe una españolización consensuada del término, que bien podría ser “espóiler” o “espoiler”, con o sin tilde; aunque de seguro “arruinador” o “destripador” (de “destripar”, según la Real Academia Española: “Interrumpir el relato que está haciendo alguien de algún suceso, chascarrillo, enigma, etc., anticipando el desenlace o la solución”) no tendrán mucha aceptación. No todo spoiler es spoiler; o al menos no todo spoiler despierta amenazas, insultos ni suspicacias. Aunque las primeras referencias de su uso contemporáneo aparecen en la crítica cinematográfica estadounidense de la década de 1970, el spoiler es una expresión del siglo XXI: cuando no todos consumimos determinados productos audiovisuales al mismo tiempo, pero sí en un mismo espacio, ya no atado al territorio nacional ni al medio físico inmediato.

El ámbito del spoiler no es el cine. No abundan las descripciones como: “En Sexto sentido, Bruce Willis interpreta a un psicólogo muerto que ayuda a un niño”. Tampoco en la literatura. De hecho parece natural que las obras clásicas se publiquen precedidas de detallados estudios que puntualizan todas las funciones cardinales del relato. Martin Fierro, El retrato de Dorian Gray, Don Quijote de La Mancha, Memorias del subsuelo o El matadero, ningún lector parece ofenderse como la actriz Lawrence cuando se adelanta el final del libro en las páginas del prólogo. Basta pensar en Ofelia, la pintura de mediados del siglo XIX del pintor británico John Everett Millais: una imagen desfachatadamente explícita del destino de la prometida del príncipe Hamlet en la pieza de William Shakespeare. A nadie se le ocurre, cuando se para frente a la obra, ponerse a gritar de rabia porque le espoilearon la muerte de Ofelia. A mediados de abril de 2014, cuando le reprocharon al escritor Stephen King que había espoileado la muerte de un personaje de la serie Juego de tronos en Twitter, se defendió con un tuit de literatura clásica: “Otro spoiler: Romeo y Julieta mueren en el quinto acto”. La ironía acotaba el terreno, separaba las aguas entre lo aceptable y lo problemático.

En 2004 Umberto Eco escribió en el periódico italiano Espresso sobre La pasión de Cristo, la película de Mel Gibson sobre la última cena, la crucifixión y la muerte de Jesús. En su libro A paso de cangrejo comentó que un lector le reprochó en el sitio web del diario: “Querido Umberto, nunca te perdonaré que me hayas contado el final de la película”.

No es la regla. El spoiler se vincula con el renacimiento y la renovada legitimidad del serial televisivo del siglo XXI y con la posibilidad de romper los patrones de consumo vigentes hasta hace apenas una década o dos. Las series se volvieron interesantes. Sumaron buenos actores, buena factura, buenos guiones. Retomaron la premisa folletinesca pionera de la historia por entregas: la regla es The Wire, 24 y Los Soprano, ya no Brigada A ni MacGyver, series cuyos episodios no suponían una continuidad, sino que empezaban y terminaban en el mismo capítulo.

Es una tensión fundada entre la inmediatez y la simultaneidad. Homeland, como indicó Lawrence en la alfombra roja, se puede ver en DVD; también se puede mirar el día de su estreno en televisión; o en una repetición; se puede descargar de internet, verse online, on demand, etcétera; empresas de streaming como Netflix complejizan todavía más el consumo, hacen que conceptos como “televidente” queden caducos. Brigada A y MacGyver se miraban el día y a la hora en que se pasaban por televisión. En el patio de la escuela o en la cafetería de la oficina no había spoiler posible, pues quien se lo había perdido agradecía que le contaran lo que no había visto: “¡Diana es un reptil, abre la boca y se come una rata!”.

El consumo televisivo suponía un tiempo homogéneo y un espacio territorial delimitado: los miembros de una comunidad ―una ciudad, una provincia, una región, una nación, cualquier demarcación trazada por las arbitrariedades geopolíticas de la historia moderna y por sus medios de comunicación― mirarían lo mismo en el mismo momento. Había “una confianza completa en su actividad sostenida, anónima, simultánea”, como el historiador Benedict Anderson describió a las comunidades imaginadas llamadas “naciones”.

La película Volver al futuro tiene una escena maravillosa en la que Marty McFly, el adolescente que viaja de 1985 a 1955, cena junto a la familia de quien se convertirá en su madre. En la televisión pasan “The Man From Space”, un capítulo de la comedia de situación The Honeymooners; Marty exclama que ya lo vio, que es un clásico. Uno de los niños de la familia le dice que es nuevo. Marty titubea: “Lo vi en una repetición”. “¿Qué es una repetición?”, pregunta el chico. Para las personas de 1955 mirar televisión es una experiencia espacial y temporalmente incompatible con la del muchacho de 1985. A la vez, la experiencia de mirar televisión en 2015, el año al que también viaja Marty McFly, rompe con todas las previsibilidades de consumo de 1985.

El miedo al spoiler ―el miedo a no consumir de modo correcto el producto, a no obtener la plena satisfacción prometida por toda mercancía― surge cuando el show televisivo ya no está atado a cierta hora de un día de la semana y puede consumirse cuando el espectador lo disponga. Este espectador que traza su propio recorrido convive con otros espectadores que trazan sus propios recorridos y desintegran las nociones de espacio como pieza fija en un territorio demarcado por límites políticos y geográficos. Ya no se encuentran sólo en el patio de la escuela o en la cafetería del trabajo. Los efectos de los soportes mundializados de información e interacción son difíciles de controlar. La amenaza acecha en cualquier enlace, texto e imagen. Por eso a mediados de febrero de 2014, un día antes del estreno de la segunda temporada del thriller político House of Cards por Netflix (los trece capítulos a disposición de los abonados el mismo día del estreno, para que cada cual trace sus propios recorridos), el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, escribió en Twitter: “Mañana: House of Cards. Sin spoilers, por favor”.

Más que una regla de cortesía o de consumo, que el presidente de Estados Unidos pida, a través de algo llamado Twitter, ante el estreno de un relato de ficción mediante algo llamado streaming, que nadie haga algo llamado espóiler, bien puede pasar por marca de época.

Aunque no haya patinetas voladoras, Marty McFly lo miraría con extrañeza.

Marcelo Pisarro Written by: