De Bruce Chatwin se saben algunas cosas. Que era inglés. Que nació en 1940. Que escribió novelas y libros de viajes. Que tomaba apuntes en un anotador Moleskine. Que entrevistaba. Que estudió arqueología y que estaba bien versado en impresionismo. Que tenía una pluma concisa y fulminante. Que falleció en 1989.
Tiene algo de peculiar su muerte, que fue concisa y fulminante, como su escritura, como toda muerte. Lo que tiene de peculiar es el modo en que aparece registrada en muchos textos temporalmente próximos; y por “muchos textos temporalmente próximos”, refiriéndose a una época con otra concepción de lo inmediato, se entiende “muchos textos redactados en los años inmediatamente posteriores a su deceso”. Aunque suene extraño, pues difícilmente podría haberlo hecho estando muerto, Chatwin mismo contribuyó a darle un cierto retruécano a estos textos que registran las causas de su deceso.
Pensaba en todo esto mientras buscaba una referencia a los veranos porteños; mientras pretendía encontrar algún discurso público que legitimara mis propias impresiones acerca de que en Buenos Aires, en época estival, sólo quedamos los infelices, los desafortunados y los pobres diablos. Recordaba una observación de Chatwin al respecto, consignada en su libro En la Patagonia, que se publicó en 1977 y que cimentó su carrera y su prestigio. Dicen que esta obra cambió la literatura de viajes. No sé si será cierto, pero sí sé que es entretenidísima y que la recomendaría sin titubeos.
No obstante, como suele ocurrir en estos casos, mi edición del libro se encontraba a algunos miles de kilómetros de donde yo me encontraba. Creí recordar que esa referencia aparecía en El libro de Buenos Aires, una variopinta compilación del escritor Álvaro Abós, publicada en 2000, que recorre cinco siglos de la ciudad a través de pasajes literarios de diversas bondades. El fragmento de En la Patagonia se encontraba allí, en efecto. Correspondía al año 1975 y decía:
La semana que estuve en Buenos Aires reinaba un magnífico tiempo estival. En las tiendas se veían los decorados de Navidad. Acababan de habilitar el Mausoleo Perón en Olivos. Eva estaba en buen estado después de su peregrinación por diversos sótanos europeos. Algunos católicos habían rezado una misa de difuntos por el alma de Hitler y todos esperaban un golpe militar.
Durante el día, la ciudad se estremecía bajo una fina película de aire contaminado. Por la noche la gente joven paseaba por la costanera junto al río. Se la veía dura, elegante y frívola y caminaban tomados del brazo, riendo con risa fría, separados del río rojizo por la balaustrada de granito del mismo color.
Los ricos comenzaban a cerrar sus departamentos para el verano. Las telas blancas cubrían los muebles dorados y en el vestíbulo había pilas de valijas de cuero. Durante todo el verano los ricos se divertirían en sus estancias y los muy ricos viajarían a Punta del Este, donde corrían menor riesgo de que los secuestrasen. Algunos de los ricos, los aficionados a las bromas, por lo menos, afirmaban que el verano no era temporada para realizar secuestros. También los guerrilleros alquilaban casas de veraneo o bien viajaban a Suiza para esquiar.
Ahí estaba. Sin embargo, como también suele ocurrir en estos casos, le presté más atención al envoltorio que a lo envuelto. Como breve nota biográfica del autor, podía leerse al pie de página:
Bruce Chatwin (1940-1989). Escritor inglés, voraz viajero, autor de El virrey de Ouidah, Utz, Sobre la colina negra, y otros libros. Murió de un raro virus contraído en China. Sus reportajes se publicaron en Granta y otros diarios y revistas. El fragmento incluido pertenece a En la Patagonia, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1979.
Ahí estaba, también esto: “Murió de un raro virus contraído en China”. Esta fue una de las muchas historias que circularon, que el propio Chatwin hizo circular, acerca de los desconocidos síntomas que mostraba. Hablaba de micosis y de una mordedura de murciélago chino. Lo cierto es que Chatwin fue una de las primeras personalidades públicas en contraer VIH, alrededor del año 1980. También sobre esto contó diferentes historias. Dijo que había sido violado por una patota en el Reino de Dahomey; también que lo había contagiado Samuel Jones Wagstaff Jr., famoso coleccionista, curador y mecenas, pareja del fotógrafo Robert Mapplethorpe. Tanto Wagstaff como Mapplethorpe fallecieron de complicaciones relacionadas al VIH, en 1987 y 1989 respectivamente.
Ahora que releo lo escrito, veo que no tiene mucha relación con los veranos porteños. Aunque tampoco con mordeduras de murciélagos chinos.
Supongo que de Bruce Chatwin, en 1989, se sabían algunas cosas, pero no estaba bien visto decir muchas otras. Acaso porque era otra época, concisa y fulminante, como su escritura, como todas las épocas.